Por: Ricardo Robledo
Medellín es uno de los destinos turísticos colombianos -cuestionable por demás- de mayor atractivo internacional. A esta ciudad llegan más de quinientos mil extranjeros al año; no pocos en busca de sexo y droga; esto significa que jugosos ingresos van a parar a manos de los poderes ilegales que controlan la ciudad y esto es lo que contribuye a sembrar dudas acerca de la bondad de tan significativa cifra de visitantes.
Las visitas incluyen recorridos por el edificio Mónaco, el barrio Medellín sin tugurios, la escuela de policía Carlos Holguín, la tumba de Pablo Escobar en Campos de Paz. En la finca La Catedral se puede apreciar un letrero que dice: “triunfó el estado”.
En la década de los ochenta el “patrón” era considerado uno de los hombres más ricos del mundo, si no el más. Su fortuna se calculaba en más de diez mil millones de dólares. Si alguien tuviera tal suma hoy, con un cambio de tres mil pesos por dólar, sería la no despreciable cifra de treinta billones de pesos, ahora imagínense cuánto pudo valorizarse después de treinta años.
Lo cierto es que muerto el capo, esos dineros equivalentes, no fueron enterrados con él, ni los tiraron al río Medellín, ni los entregaron a las víctimas de su accionar delictivo. La sociedad antioqueña comenzó a sufrir cambios culturales de la mano de las mafias de narcotráfico. “Cómo son de pobres los ricos colombianos” fue una de las frases del jefe de jefes; apareció la ostentación; las fincas lujosas; los clubes nocturnos; sorprendentes mansiones; los edificios se multiplicaron en los sitios más exclusivos.
Muchos se dieron cuenta que para hacer negocio y fortuna, no era necesario luchar con un proceso de producción. No es sorprendente que los dirigentes políticos de la región hayan tomado la decisión de cambiar el uso de la ciudad y se dieran el lujo de cambiar su infraestructura industrial para declarar a Medellín como ciudad de servicios y dedicarse a la especulación financiera.
Legalizar las propiedades ha sido el papel del primo del capo y del presidente que por esto es de “inteligencia superior” y al que “le cabe el país en su cabeza” o más precisamente en su bolsillo. Todo recubierto de poder político y de palabrerías que llevan a que mientras ellos celebran en sus fincas, otros sin distingo de estrato, defiendan furibundamente los principios políticos del centro democrático o que sean enviados a la muerte o a ser despedazados a cambio de un cuestionable título de héroes. O que así digan que actúan en defensa de la fe cristiana y algunos se echen la bendición con el pipí de Uribe.
Otros fueron los tiempos cuando la oligarquía más sanguinaria de América Latina, convocaba a los capos del narcotráfico para que le hicieran la guerra sucia contra la izquierda colombiana. Esa fue la tarea de los gobiernos I y II de Uribe. Pero ocurrieron dos hechos. La mafia se dio cuenta de su poder económico, político, militar y social y quisieron quedarse en el poder; a la vez las élites tradicionales vieron que el cúmulo de crímenes de lesa humanidad podría salpicarlos y decidieron alejarse de aquellos que podrían untarlos de más sangre y que a la vez les disputaban su control de la sociedad colombiana. Esas son las causas de las contradicciones Uribe-Santos que se expresaron a partir del 2010.
En Colombia el narcotráfico sirvió como forma de acumulación originaria de capital y las segundas y terceras generaciones de los capos de los años ochenta, aparecen ahora como una nueva burguesía industrializada. Son estos los que en las elecciones de 2018 estaban dispuestos a hacer valer su poderío económico, político, militar y social, ya saboreado con la presidencia del 2002 al 2010. Con una baja votación por estar desprestigiada por su responsabilidad en la corrupción, la oligarquía cayó de rodillas con Vargas Lleras ante los nuevos amos, ahora como invitada pero nunca dispuesta a perder su poder dinástico. Ante el peligro de un posible triunfo de la izquierda, los políticos tradicionales miraron a su alrededor y decidieron apoyar a quienes más se le parecían y les daban garantías de continuidad.
El gobierno que se posesionó el 7 de agosto, no puede seguir siendo visto como de la oligarquía tradicional; es el poder de una nueva burguesía surgida del negocio de la droga. La sociedad colombiana quiere pasar a la modernidad de la mano del narcotráfico, sometida al estilo democrático de la mafia y al trato de respeto por la vida que cultivan sus sicarios. Tarea democrática y humanista de por sí imposible de ser alcanzada con tal liderazgo, que hunde al país en la oscuridad y puede marcar el fin de la discriminatoria sociedad colombiana tal como la conocemos hasta ahora. A no ser que algunos sectores colados en la izquierda, quieran reeditarla.
El letrero de la finca La Catedral debe colocarse entre signos de interrogación.
Agosto 7 de 2018


